Una maja, buena moza, estaba parada en el quicio de una puerta con la mantilla terciada, los brazos cruzados y apoyado el hombro en la pared; pasó un caballero que quedó prendado de ella pero la maja ni hizo caso ni notó al improvisado admirador. Volvió este a pasar y sucedió otro tanto, hasta que acercándose a ella le dijo contoneándose y todo derretido:
–Mi alma, ¿sirvo de algo?
–De estorbo -contestó la interpelada sin volver la cabeza.
Agudezas, Fernán Caballero