Había en Madrid a principios del siglo XIX un señor que se llamaba Esteban Fernández, el tío Esteban, para los conocidos. El tío Esteban, el de los caballitos, tenía uno de esos recreos de feria que consta de varios asientos colocados en un círculo giratorio a lomo de unos simpáticos caballitos de madera que suben y bajan y dan vueltas con gran regocijo de los niños. ¡Cosas del destino! El tío Esteban, el de los caballitos del Paseo de las Delicias, murió víctima del cólera en la epidemia de 1834. En el momento del entierro, cuatro amigos llevaban en andas el cadáver del infortunado camino del cementerio, cuando de repente el muerto se incorporó y empezó a vocear: «¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!» Los mozos, espantados, abandonaron las andas y al muerto que seguía clamando hasta convencer a todo el séquito funerario de que realmente estaba vivo y no tenían que llevarlo a enterrar. Repuesto de la enfermedad y del susto, el tío Esteban volvió a sus caballitos. Pero estos no fueron ya nunca más los caballitos del tío Esteban, sino los caballitos del tío vivo.
Juan Cervera, La leyenda de las palabras, Miñón, 1983.
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